martes, agosto 29, 2006

Testimonio de una postulante


El pasado 26 de Febrero de 2006 entré como postulante en el Monasterio de Santa Clara de Belorado (Burgos), pero hoy no es mi intención hablar de mi experiencia como postulante, intensa y maravillosa experiencia por cierto, sino que desearía compartir con vosotras lo que fue para mí uno de los más bellos momentos que Dios me ha concedido vivir junto a mi familia: mi entrada. Ese hecho me permitió descubrir y valorar -con gozo, asombro y ternura- el maravilloso don de Dios que es mi familia.

El día 25 de Febrero, y con la ayuda de Dios, llegamos a Belorado. Digo con la ayuda de Dios porque el mismo día 25 a las 9 de la mañana, justo antes de salir, tuvimos que cambiar todos los planes ya que a causa del temporal de nieve que se esperaba no sabíamos si sería buena idea coger los coches. Tan nerviosa debió verme mi madre -y tan nerviosa estaña ella-ante la perspectiva de verme obligada a retrasar una vez más (esta es otra historia) mi entrada que, en un intento de animarme, me dijo: "tú tranquila que en todo caso te vas tú y nosotros ya iremos después", a lo que respondió uno de mis hermanos "¡Ah! Claro, que el temporal solo nos impide viajar a nosotros, no a ella". Finalmente pudimos iniciar el viaje, unos en autobús, para evitar problemas en la carretera, y otros en coche... para no ir todos en autobús. Cosa de los nervios, supongo.

El hecho de llegar un día antes estuvo motivado, principalmente, porque varios de mis hermanos no conocían todavía mi nuevo hogar y mi madre quería que pudieran tener ese primer contacto acompañados por mí. Y verdaderamente fue providencial porque el hecho de tener por delante toda la tarde del sábado nos permitió disfrutar a toda la familia de unos momentos únicos, de intimidad y confidencia, complicidad y alegría. Hubo incluso lugar para el buen humor entre mis hermanos que luego pudimos compartir entre risas con las hermanas en el locutorio, como por ejemplo el incidente del "hermano enano".

Para mí era evidente que el amor del Padre se volcaba a cada momento sobre cada uno de los miembros de mi familia, mitigando en lo posible su sufrimiento.

Al día siguiente, Domingo 26 de Febrero, asistimos todos a la Santa Misa, al final de la cual yo efectuaría mi entrada. ¡Cómo me habría gustado que todos hubieran recibido al Señor en la Sagrada Comunión! Pero aunque no pudo ser yo tenía la certeza de que el Señor acompañaba personalmente a cada uno de mis hermanos, a cada uno según su necesidad. Fue una Eucaristía hermosa, emotiva y, por pura gracia, llena de significado dado que ese día -y sin que yo hubiera pretendido coincidencia alguna- la primera lectura era del profeta Oseas (2,14b.l5b.l9-20): "Esto dice el Señor: "Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto y le hablaré al corazón (...) me casaré contigo en matrimonio perpetuo (...)". A ninguno de mis hermanos le pasó desapercibida. De hecho mi hermana pequeña luego me preguntó, algo impresionada, si lo había preparado para que coincidiera. Lí respondí con una sonrisa de oreja a oreja que no. Y es que yo misma estaba felizmente sorprendida por aquel inesperado regalo del Señor.

Al finalizar la Santa Misa y cuando los demás fieles abandonaron la Iglesia, a una señal de la Madre Pureza me acerqué a la reja ya abierta y allí me arrodillé frente al sacerdote. Recuerdo que me preguntó a quien debía bendecir primero, a mi familia o a mi, yo estaba tan nerviosa que no sabía de lo que me hablaba y le respondí "si, si". Ante semejante aclaración decidió empezar por mí y luego siguió por mi familia que esperaban tras de mí, no me fijé bien por los nervios pero me pareció verlos muy juntos y recogidos

Finalmente, ya puesta en pie y gracias a que la Madre Pureza me invitó a ello (esos nervios...), me volví para despedirme de mi familia, fue un momento verdaderamente hermoso, no tanto por lo que implicaba, que para ellos resultaba extremadamente duro, como por la forma en que reaccionó cada uno.

Fui abrazándoles, a cada uno de manera especial y particular, en cada uno deposité interiormente un ruego para que el amor de Dios les inundase de amor y de consuelo. Cada uno también me abrazó y me despidió a su particular manera.

Mis padres, con un dolor igualado a su amor, pero con una inmensa generosidad y desprendimiento en favor de Dios, y una fe que me conmovió. Mi hermano Josémaría me acogió en un enorme abrazo y en susurros y entre risitas me decía "¿Y si ahora no consigues soltarte? ¿y si no te suelto? Uy uy uy" Por supuesto acabamos los dos riéndonos abrazados, el a mí y yo a él. Mi hermano Rafa me abrazó con enorme cariño, fuerte pero delicado. Luego me contaron las hermanas que se había retirado llorando y que lo recogió e! sacerdote que salía en ese momento de la Iglesia y se quedó consolándolo unos minutos (nunca se lo agradeceré bastante). Mi hermana Mana me sorprendió con unas palabra que jamás había escuchado de sus labios (tiene 23 años) "te quiero mucho, mucho". Me emocioné enormemente y la achuché dándole gracias a Dios por hacerme un regalo semejante. Finalmente mi hermano Pablo, mi ahijado me dejó asombrada con sus palabras a mi oído mientras me abrazaba: "recuerda, después de madre, madrina". Desde hacía más de 10 años no se lo había vuelto a escuchar.

Mi hermana Belén, la columna sobre la que yo me he apoyado y a la que me he abrazado durante mi largo camino hasta llegar aquí me dio cortos pero sabios consejos para mi vida interior que aún conservo muy dentro de



Tengo que decir que ninguno de mis hermanos (de los que me acompañaron ya que faltaron dos por cuestiones de distancia), excepto Belén, ninguno de ellos practica ya la fe. no entienden la fe que vivimos los demás miembros de la familia y mucho menos entienden la decisión que ye he tomado; de hecho a alguno le ha costado muchas lágrimas, sin embargo sus palabras desde el principio han sido siempre "si tú lo quieres, si vas a sei feliz entonces yo también", y no solo sus palabras sino también sus actos, los hechos, han ido siempre en la misma dirección: el amor incondicional.

Resulta evidente que a pesar de que ellos ahora no creen en Dios, afortunadamente Dios nunca ha dejado de creer en ellos, y por eso el Amor sigue en cada uno de ellos. Y ¿qué puede salvamos si no es el Amor?



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Queridas hermanas, paz y bien.

Cumplido el cuarto mes de mi postulantado quisiera compartir con vosotras lo que hasta ahora ha sido mi personal vivencia como postulante en el Monasterio de Santa Clara de Belorado.

En primer lugar, y para mi sorpresa, si eres postulante, te pongas como te pongas y tengas la edad que tengas, eres "la pequeña". No es ésta pequeña regresión temporal especialmente cuando una, con sus 37 años, dos hermanas mayores y cinco hermanos pequeños, lleva media vida defendiendo su estatus de hermana mayor, e incluso ha mantenido férreo combate con su padre para que deje de llamarla cariñosamente "pequeña".

Es evidente que está de Dios que a pesar de todos mis esfuerzos siga siendo pequeña, pero ahora con alegría sincera y con mucho buen humor porque en esta ocasión ser pequeña es un privilegio, es poder sentirme verdaderamente pequeña, como un niño, a los ojos de Dios (Cf. LC. 18, 16-17) y con esta excusa sentirme libre para correr a buscar protección en sus brazos amorosos siempre que lo necesito. Y así, me encuentro con que cada día deseo con mayor fervor no crecer, seguir pequeña a la mirada de mis hermanas, que es también mirada de Dios.

La verdad, hermanas, que ser postulante está siendo -en mi caso particular- una experiencia maravillosa a la par que sorprendente. Creo que podría resumirse en una sencilla frase que a mis hermanas de comunidad íes resultará sumamente evocadora: "voy y vengo y en el camino.-- no me entretengo" porque voy corriendo que no me da tiempo a cambiarme la bata de trabajo por el habitillo, porque me he perdido y no llego a formación o al obrador, porque hay que mover algunas cosiílas de sitio, de aquí para allá, de allá para acullá. No, no me entretengo pero ¿a dónde voy?, ¿de dónde vengo? ¡Maestra, necesito un horario, dibújame un plano que voy y vengo y en el camino siempre me pierdo!

Verdaderamente a veces ser postulante se parece -valga la comparación- a ser un ejecutivo estresado, que tiene una agenda muy apretada pero que nunca sabe muy bien a donde tiene que ir, ni qué tendrá que hacer cuando llegue. Y esto, hermanas puede resultar una verdadera lucha cuando esta postulante se ha dedicado durante casi 15 años a trabajar como secretaria. ¿Dónde quedaron la organización, el rígido horario, la monotonía del día a día, el control de cada situación, los esfuerzos por cuadrar a la perfección cada momento del día?

Pues todo eso se quedó en el camino, si, en aquel recodo, en aquel día que el Señor se paró, te miró y te sonrió invitándote a descubrir el verdadero sentido de tu vida- Entonces los horarios, las agendas y el afán desenfrenado por controlarlo todo quedaron desvirtuados, sin sentido ante tal invitación a sumergirte de la mano de Dios en la locura del Amor.

Además, ser postulante es descubrir que lo que ves cuando te miras no se parece en nada a lo que Dios ve cuando, con infinita ternura y amor misericordioso, te mira y se sonríe ante tus cabezonerías, tus ideas preconcebidas sobre tu Persona tus limites... b!, a veces te empeñas en que tú no puedes, no sabes, no eres capaz, no aguantarás el esfuerzo ¡No puedes, no y no! Y mientras tratas de convencerte a ti misma de ello ya has terminado de trasladar con otra hermana una cocina de gas. dos bancos del jardín y has realizado dos pequeñas mudanzas. Y es que ser postulante es descubrirte por vez primera en la mirada amorosa del Padre, que con infinita paciencia y cariño va rompiendo las barreras de tu alma, abriendo horizontes en tu corazón y descubriendo en ti la natural aspiración del ser humano al infinito de Dios.

Pero ser postulante es muchas otras cosas. Por ejemplo, después de casi ocho años de lucir un estupendísimo peio corto, cortísimo, ser postulante es redescubrir el apasionante mundo de las horquillas, ías gomas del pelo, ías diademas... y creo que obviaré la cuestión de los lavados de cabeza y el asunto del secado.

En definitiva, hermanas, según mi experiencia, ser postulante es renunciarte a ti misma, o mejor dicho, a quien creías ser tú misma, para descubrirte a ti misma en Dios.

Es contemplarte en la mirada amorosísima del Padre y no dudar en aceptarte, en abandonarte confiada en sus brazos porque El fue quien te pensó y El es quien mejor te conoce porque... te conoce desde la eternidad y en el espejo de su mirada se encuentra el reflejo de tu "yo" más bello, auténtico y verdadero.

Es dejarte conquistar por el Amor del Hijo y ansiar encontrarte con El de nuevo cada día. Quizás, con frecuencia, el encuentro se realice a los pies de la Cruz, pero ¿acaso no fue allí donde El se entregó por amor al tiempo que pronunciaba tu nombre?

Es, en definitiva, postular tener el privilegio de haber sido invitada por el Espíritu Santo a participar -mediante la plena y gozosa pertenencia a Dios- de! Amor del Padre y de! Hijo; invitada a enamorarte del Amor hasta la consagración total de ti misma a Dios en el seguimiento de Cristo {Vita Consecrata)

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