TEXTO SACADO DE PARA SER CRISTIANO
Limpios de corazón para ver a DiosEl aspecto central de la cuestión es el amor. Donde hay un auténtico amor, se obtienen las fuerzas necesarias para vivir ordenadamente la sexualidad. En un precioso documento sobre el celibato sacerdotal, Pablo VI decía: "el amor cuando es auténtico es total, exclusivo, estable y perenne, estímulo irresistible para todos los heroísmos". Cuando el amor es grande, limpio y generoso, cuenta con la energía necesaria para combatir los deseos más bajos, que siempre son mezquinos y egoístas, y para darles su debido cauce.
Por amor de Dios, se puede llegar incluso a ofrecer todas las satisfacciones de la vida matrimonial y del ejercicio de la sexualidad. Así lo explicó el señor a sus discípulos (Mt 19, 10-12) y lo vivió la Iglesia desde el principio. Jesucristo fue célibe y también lo fueron San Juan y San Pablo, y muy probablemente otros apóstoles.
San Pablo nos cuenta: "mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo, más cada cual tiene su gracia particular; unos de una manera y otros de otra. No obstante, digo a los no casados y a las viudas, bien les está quedarse como yo" (1 Cor 7, 7-8). Y explica que así pueden dedicarse más fácilmente a las cosas de Dios (1 Cor 7, 32-35). De hecho, en la Iglesia han existido, desde el principio, personas que han querido vivir célibes, imitando así a Jesucristo y dedicando sus energías al servicio de la Iglesia. Muy pronto se empezó a elegir de entre éstos a los Obispos y más tarde a los sacerdotes, hasta que esa costumbre se fue extendiendo por toda la Iglesia latina. Todo el mundo entiende que, además de muchas razones de dedicación y eficacia, el celibato apostólico (la entrega total a Dios en este punto) es uno de los testimonios más fuertes de la riqueza moral de la Iglesia, y un índice del altísimo concepto que la Iglesia tiene de lo que es el amor de Dios.
Esto no obsta, sin embargo, a que tanto el matrimonio, como la sexualidad que se vive en él, sean considerados como algo bueno y santo. En el matrimonio y ordenado por su propia naturaleza a la procreación, el placer sexual es algo bueno, como lo es el placer que produce la comida o el descanso. Son cosas queridas por Dios. Para que sea honesto basta con que el acto sexual se realice según su naturaleza, abierto a la vida, sin que se le prive artificialmente de su efecto (procreación), ni se desarrolle voluntariamente de manera anómala. En cambio, fuera del ámbito del matrimonio, la búsqueda del placer sexual es gravemente inmoral.
En el ambiente que nos rodea, ésto puede resultar a veces difícil de vivir. Incluso pueden producirse, por debilidad, desórdenes prácticos en la conducta. Habrá que reconocerlos y arrepentirse de ellos delante de Dios (en la confesión). Y sacar experiencia para evitar que se repitan. Lo importante es reconocerlos y aprender a luchar con energía también en esto. "Todos sabemos por experiencia -se lee en Camino- que podemos ser castos viviendo vigilantes, frecuentando los Sacramentos y apagando los primeros chispazos de la pasión sin dejar que tome cuerpo la hoguera" (n. 124).
Si tenemos un poco de cuidado en lo que entra por los ojos, lo que leemos, lo que vemos en la televisión, lo que se nos muestra por la calle, controlaremos uno de los resortes más importantes de la intimidad y seremos más libres, pues impondremos a nuestra conducta, el orden que voluntariamente queremos.
Hay que dar importancia a estos detalles, pues los efectos de los descuidos son grandes. No nos sintamos nunca por encima de estas pasiones que forman parte de nuestra naturaleza caída. Mientras seamos personas normales, las tendremos encima, y si no las controlamos, acabarán manifestándose en una conducta desordenada.
Hay que sujetar la curiosidad y purificar los pensamientos y deseos. El Señor advierte que "quien mira a una mujer deseándola ya adulteró con ella en el corazón" (Mt 5,27).
Y este cuidado no sólo hay que tenerlo con las manifestaciones más aparatosas del instinto sexual, a veces hay que vivirlo con las más sutiles.
Ya hemos visto que hombre y mujer sienten una mutua atracción natural, que se inclina a convertirse en un trato afectivo y, a través de él, finalmente en una relación sexual.
Este proceso no es necesario, pero existe cierta tendencia natural. No nos puede pillar de sorpresa que, al tratar habitualmente a una persona de otro sexo, sobre todo cuando es joven, empecemos a sentir hacia ella sentimientos que no son los de la simple amistad. Es la experiencia del enamoramiento, del "flechazo", que es una realidad llena de belleza y querida por Dios para la mayoría de los hombres, como camino normal hacia la amistad conyugal. Sin embargo, cuando ya hemos entregado estas posibilidades de afecto a Dios o a otra persona, hemos de saber controlar estos resortes de nuestra intimidad.
Cuando una persona, que ya ha entregado sus capacidades de amar, nota inclinaciones fuertes en su corazón hacia otra, y ve que tiende a considerarla de una manera romántica, fijándose en los muchos encantos que tiene, y siente deseos de tratarla más y con más frecuencia que a los demás y de confiarle su intimidad, tiene que saber que se está enamorando. En este caso, si quiere ser leal a los compromisos libremente adquiridos, tendrá que poner inteligentemente los medios para cortar ese proceso natural. Convendrá que no la trate tanto, que cree alguna distancia, que procure no pensar en esa persona, que ahonde más en sus otros amores. En esas circunstancias, aparentemente inofensivas, se juega muchas veces, la propia felicidad y la de los que le rodean.
Cuando una persona, que ya ha entregado sus capacidades de amar, nota inclinaciones fuertes en su corazón hacia otra, y ve que tiende a considerarla de una manera romántica, fijándose en los muchos encantos que tiene, y siente deseos de tratarla más y con más frecuencia que a los demás y de confiarle su intimidad, tiene que saber que se está enamorando. En este caso, si quiere ser leal a los compromisos libremente adquiridos, tendrá que poner inteligentemente los medios para cortar ese proceso natural. Convendrá que no la trate tanto, que cree alguna distancia, que procure no pensar en esa persona, que ahonde más en sus otros amores. En esas circunstancias, aparentemente inofensivas, se juega muchas veces, la propia felicidad y la de los que le rodean.
Hay que controlar los afectos del corazón y encauzarlos, y no ser ingenuos ni irresponsables.
Si dejamos que los procesos afectivos se desencadenen, suele resultar muy difícil volverlos a su cauce y causan muchos daños.
En general, esta virtud está estrechamente unida a las demás; por eso, cualquier avance en otras virtudes (dominar la pereza, ser más sobrio, exigirse en el trabajo, etc.), repercute en ésta y al revés.
De una manera especial, la humildad ayuda a vivirla bien; mientras que su vicio contrario (la soberbia) suele arrastrar también desórdenes en este punto. Como reza un viejo refrán ascético: "soberbia oculta, lujuria manifiesta".
La humildad ayuda, además, a rectificar los errores y a ser sincero con uno mismo, reconociendo lo que puede haber de complicidad en algunos casos; y con el confesor o director espiritual, a quien se deben manifestar las dificultades que se experimentan en esta materia, como en las demás, a pesar de que siempre avergüenzan un poco.
Estos medios y una auténtica devoción a la Virgen (pues nosotros sólos no contamos con suficientes energías), llevan a vivir bien esta virtud.
La castidad (también llamada por la tradición cristiana, pureza) da a los hombres una gran capacidad de amar; los hace recios y gratos a los ojos de Dios. "Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y honor, y no dominado por la pasión, como hacen los gentiles, que no conocen a Dios" (1 Tes 4, 3-5). Si procuramos vivir así, experimentaremos la verdad de esta promesa del Señor: "Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8).
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