martes, noviembre 21, 2006

Adoctrinando a la ciudadanía


Adoctrinando a la ciudadanía

JUAN MANUEL DE PRADA POR JUAN MANUEL DE PRADA

A nadie que no sea demasiado ingenuo se le escapa el objetivo de esa nueva disciplina que el Gobierno pretende introducir, llamada arteramente Educación para la Ciudadanía.

Del mismo modo que en el País Vasco se ha logrado, a través de las ikastolas y, en general, de unos planes educativos infiltrados de ensoñaciones separatistas, formar sucesivas generaciones de votantes a piñón fijo que garantizan la permanencia indefinida del nacionalismo en el poder, la llamada Educación para la Ciudadanía aspira a crear una masa gregaria que, en las sucesivas convocatorias electorales, muestre su gratitud al Régimen, que tan próvidamente se ha encargado de procurarle el mejor de los mundos posibles.

Ya sabíamos que la tentación totalitaria admite muchas expresiones y subterfugios, algunos disfrazados bajo la máscara del buenismo. Y, sin duda, esta asignatura diseñada para el adoctrinamiento científico, minucioso e implacable de millones de chiquillos y adolescentes será considerada en el futuro una de las obras maestras del totalitarismo post-democrático, algo así como la piedra angular de una nueva era, levantada sobre los escombros de una nación entregada, puesta de rodillas, dispuesta a comulgar con las ruedas de molino que el Régimen le arroja, como se arrojan huesos al chucho obediente.

El desenvolvimiento del llamado «proceso de paz», la chapuza centrífuga de los estatutos y demás perlas salidas del caletre presidencial ya han demostrado sobradamente al Régimen que cuenta con una masa sometida, a la que basta con llenar el buche y proveerle la tarjeta de crédito para que no diga ni mu.

Ahora ya sólo falta asegurar que esa masa estólida y aborregada se prolongue en las generaciones venideras; y para eso se han sacado de la manga la asignatura adoctrinadora.

No se trata de una novedad, por supuesto. Desde la noche de los tiempos, las tiranías se han esforzado por crear un «hombre nuevo» que se amolde a sus postulados.

El ser humano, cada ser humano, posee unas convicciones de índole moral que dificultan la consecución de ese modelo; las tiranías, lejos de admitir la pluralidad de sensibilidades que componen la sociedad, tratan de modificarlas mediante la «reeducación».

Esta labor de ingeniería social se presenta, paradójicamente, como una empresa amable, incluso filantrópica. Los artífices de este nuevo y poderosísimo instrumento al servicio del Régimen suelen mostrarse muy cínicamente escandalizados de que haya gente que se resiste a que sus hijos sean formados en los principios y valores del «sistema democrático». ¿Quién podría oponerse, sino los habitantes de la caverna -parecen decirnos-, a que nuestros hijos sean instruidos en la existencia de unos derechos humanos, de unas libertades individuales, de un deber de respeto a las minorías, etcétera? Pero el rechazo a esta asignatura no nace de la aversión a tales principios, sino a su utilización ideológica y a la invasión de cierto ámbito de libertad personal e inviolable en el que el Estado no puede inmiscuirse, entre otras razones porque la propia Constitución así lo establece, al reconocer la libertad de conciencia y el derecho de los padres a elegir la formación moral que desean para sus hijos. Resulta, ciertamente, espeluznante, que para garantizar el cumplimiento de un derecho constitucional haya que recurrir a la objeción de conciencia; el mero hecho de que ésta haya sido la solución recomendada por quienes se oponen a la obligatoriedad de la asignatura adoctrinadora demuestra el grado de depauperación de las garantías legales, cuán frágil e inerme es la posición del individuo ante la trituradora del Régimen.

Resulta que ahora hemos de apelar a la objeción de conciencia cuando de lo que se trata es de exigir el mero cumplimiento de un derecho constitucional. Los padres podemos elegir la formación moral que deseamos para nuestros hijos; así de sencillo y así de simple.

Si se recurre a la objeción se debe, simplemente, a que los derechos constitucionales ya no pueden ejercerse pacíficamente. El totalitarismo post-democrático los usurpará, quizá para siempre, si no nos revolvemos.

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