viernes, septiembre 08, 2006
Educar para la ciudadanía
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OEI - Programas - Educación en Valores - Sala de lectura
Educación y Ciudadanía Activa
Miquel Martínez
Universitat de Barcelona (1)
Educar para la ciudadanía supone apostar por un modelo pedagógico, no solamente escolar, en el cual se procura que la persona construya su modelo de vida feliz y al mismo tiempo contribuya a la construcción de un modo de vida en comunidad justo y democrático. Esta doble dimensión individual y relacional, particular y comunitaria, debe conjugarse en el mismo tiempo y espacio si lo que pretendemos es construir ciudadanía y sobre todo si ésta se pretende en sociedades plurales y diversas.
No todos los modelos de vida feliz son compatibles con los modelos de vida justos y democráticos en comunidad. La segunda mitad del siglo XX, caracterizada por la lucha y la profundización de los derechos humanos debe ser completada, no substituida pero sí completada, en el siglo que iniciamos por la lucha y la profundización en los deberes que como seres humanos hemos de asumir en nuestra convivencia diaria y con una perspectiva de futuro.
Las transformaciones sociales y tecnológicas, los movimientos migratorios y el carácter interconectado que acompañan el proceso de globalización que estamos viviendo, presentan a las sociedades más desarrolladas y concretamente a los sectores más favorecidos de éstas, retos que no son fáciles de integrar sin más, de forma natural. Los sectores más favorecidos de nuestro mundo y en concreto los que disfrutamos del llamado “primer mundo” debemos priorizar en nuestras políticas educativas acciones orientadas a la formación de una ciudadanía activa que sea capaz de responder ante estos retos en una sociedad de la diferencia y no de la desigualdad. Esto exige formar no sólo ciudadanos que defiendan y luchen por los derechos de primera y segunda generación, sino que también reconozcan la diferencia como factor de progreso y estén dispuestos a luchar para que éstos no induzcan desigualdades e injusticias incluso a costa del ejercicio de determinados niveles de disfrute de los derechos de primera y segunda generación por parte de ellos.
Este modelo de ciudadanía activa no se improvisa. Es un modelo que requiere acciones pedagógicas orientadas a la persona en su globalidad, a la inteligencia, a la razón, al sentimiento y a la voluntad.
Estas acciones pedagógicas deben contribuir al hecho de que en nuestro proceso de construcción personal, que no es solamente individual sino que se da en la interacción con los otros, aprendamos a apreciar valores, denunciar su falta y configurar nuestra matriz personal de valores. Esta tarea pedagógica consiste en primer lugar en crear condiciones que fomenten la sensibilidad moral en aquellos que aprenden, a fin de constatar y vivir los conflictos morales de nuestro entorno tanto físico como mediático. En segundo lugar, y a partir de la vivencia y análisis de experiencias que como agente, paciente u observador pueden generar en nosotros los conflictos morales en nuestro contexto, la acción pedagógica ha de permitir superar el nivel subjetivo de los sentimientos y mediante el diálogo construir de forma compartida principios morales con pretensión de universalidad. En tercer lugar, ha de propiciar condiciones que ayuden a reconocer las diferencias, los valores, las tradiciones y la cultura en general de cada comunidad, y al mismo tiempo que favorezcan la construcción de consensos en torno a los principios básicos mínimos de una ética civil o ciudadanía activa, fundamento de la convivencia en sociedades plurales. Estos principios básicos se refieren a la justicia y son identificados por Rawls como la igualdad de libertades y de oportunidades y la distribución equitativa de los bienes primarios.
Pero estas condiciones no se consiguen a través de declaraciones verbales, sistemas de enseñanza basados casi exclusivamente en la actividad del profesor o disposiciones legales que regulen los currículums de los diferentes países. Es necesario considerar que si educar en valores es crear condiciones para conseguir todo lo que hemos dicho hasta ahora, la función reguladora y de modelaje que ejerce el profesorado es clave. La formación de una ciudadanía activa precisa un profesorado beligerante en la defensa de principios como los apuntados y respetuoso con las distintas creencias de cada uno, formas de entender el mundo y formas de construirnos como personas, que respetando los principios de justicia enunciados conforman los diferentes modelos de vida buena de cada uno de nosotros.
Condiciones para una educación en valores y para la ciudadanía
Para ello, nos atrevemos a proponer tres criterios que tendrían que guiar la acción pedagógica del profesorado. Estos criterios deberían estar orientados a cultivar tres condiciones. La primera, el cultivo de la autonomía de la persona, el respeto a sus formas de ser y pensar y el trabajo pedagógico sobre todo aquello que haga posible que la persona esté en condiciones de defenderse de la presión colectiva y le ayude a pronunciarse de manera singular.
La segunda es que la persona entienda que ante las diferencias y los conflictos, la única forma legítima de abordarlos es a través del diálogo; y por tanto que esté entrenada a poder hablar de todo aquello con lo que no está de acuerdo con el otro. No estamos afirmando que a través del diálogo las personas seamos capaces siempre de resolver los conflictos, porque el diálogo no siempre resuelve los conflictos. Es más, hay conflictos en la vida que probablemente no precisan ser resueltos. La vida es también conflicto. Lo que el diálogo sí permite es abordar los conflictos de una forma diferente de cuando uno no los aborda desde el diálogo. Porque el valor del diálogo no se agota en el logro de consenso. El diálogo es una manera de avanzar incluso en el desacuerdo, una forma de respetarse a pesar de que no se esté de acuerdo. La búsqueda del consenso por principio es discutible. Puede llevar incluso a formas de pensamiento único que generalmente no contribuyen a profundizar en la convivencia en sociedades plurales. El diálogo debe contribuir a que las personas cuando no coinciden, cuando sobre un tema no hay un acuerdo, puedan avanzar en este desacuerdo, hablen como si fuese posible ponerse de acuerdo, a pesar de que no logren alcanzarlo. El valor del diálogo descansa sobre todo en el de las actitudes con las que avanzamos cuando la diferencia o el conflicto existe.
Y la tercera condición importante que deberíamos entre todos favorecer, es educar y promover situaciones en que podamos aprender a ser respetuosos y tolerantes de manera activa. Sabemos que la palabra tolerancia, generalmente, significa soportar al otro. No nos estamos refiriendo a la tolerancia en este sentido, sino en el sentido activo, en el sentido que hace posible reconocer al otro con igualdad de condiciones que nosotros, con la misma dignidad, y con la misma capacidad de tener la razón y la verdad que nosotros creemos que tenemos. Esta tolerancia, respeto y conocimiento del otro es difícil de practicar si no hay también un proceso de entrenamiento en la aceptación de pequeñas contrariedades. No podremos llegar a ser una sociedad solidaria si no nos educamos también en la contrariedad. La aceptación de las limitaciones, las nuestras, y las que nos impone el hecho de convivir en una sociedad plural no se improvisa en situaciones complejas, ni es practicada espontáneamente por los sectores más favorecidos. Nuestras propuestas pedagógicas en torno a la no exclusión y en contra de la discriminación y de la marginación deben incidir sobre los que puedan quedar excluidos pero sobre todo deben incidir sobre los que puedan ejercer la exclusión.
Creemos importante educar para entender que en toda comunidad, pero principalmente en sociedades plurales, el bien común no siempre significa satisfacción de bienes particulares, sino que a menudo el bien común significa renuncia a intereses particulares. Por ello es importante recuperar el valor pedagógico del esfuerzo. Este es un valor fundamental en una sociedad como la nuestra. No nos estamos refiriendo al esfuerzo como sinónimo de disciplina. Nos estamos refiriendo a que realmente la persona sea capaz de ejercer un cierto autocontrol sobre sí misma, que sea capaz de no consumir a pesar de que la presión colectiva sea ésta; que sea capaz de no hacer siempre aquello que es más probable –es esto lo que quiere decir autocontrolarse-, a pesar de que el ambiente acompañe a hacerlo. Es esta ciudadanía crítica, singular pero también orientada al bien común la que entendemos como ciudadanía activa y por la que apostamos.
Entendemos que sólo así será posible construir una sociedad diversa y plural en la que hemos de aprender a ser y convivir de forma pluralista, justa y democrática.
Por ello precisamos un modelo pedagógico que no se limite a incidir sobre las acciones educativas en sentido estricto, sino que también afecte a los medios de educación no formal, informal y de conformación social y cultural de carácter mediático, familiar y comunitario. Y precisamos que este modelo sea guiado por una nueva forma de entender la responsabilidad, un énfasis mayor en el papel regulador y guía de la dignidad humana como valor y una mayor preocupación por orientar nuestras acciones no tanto en función de intereses particulares por legítimos que sean, sino en función de bienes colectivos que constituyan el bien común.
Algunas pautas para la acción pedagógica:
Formularemos a continuación y a modo de síntesis, algunas orientaciones para su integración en proyectos educativos que pretendan la profundización en los derechos humanos y el aprendizaje de los deberes que han de hacer posible una ciudadanía activa.
1. Es necesario promover situaciones que faciliten la autocrítica de la propia cultura, el aprendizaje de otras culturas destacando lo que en ellas se estime más valioso y el aprendizaje de habilidades dialógicas y de actitudes que favorezcan la búsqueda de consensos, o el reconocimiento compartido de la ausencia de éstos.
2. Conviene fomentar aprendizajes no sólo a través de reforzadores positivos sino también a través de la superación personal y la renuncia a intereses particulares cuando se opongan u obstaculicen el logro de intereses colectivos y bienes comunes. De igual forma conviene desarrollar actitudes que favorezcan la austeridad en el consumo de bienes y recursos. Sólo evitando que éstos no se malgasten seremos capaces de alcanzar una distribución equitativa de los mismos.
3. Es necesario facilitar la implicación en proyectos colectivos que supongan la mejora de las condiciones socioeconómicas y políticas que hacen o no posible el disfrute de los derechos humanos. La participación en programas que estudien y reflexionen sobre el cumplimiento o no de los derechos humanos en contextos próximos físicamente o lejanos pero habituales en nuestros contextos informativos debe incorporarse en nuestras propuestas pedagógicas.
4. En los proyectos educativos sobre los derechos humanos conviene insistir en que el ejercicio de éstos supone la aceptación de unos deberes y que sólo practicando éstos últimos seremos capaces de progresar en los niveles de justicia, equidad y solidaridad que han de hacer posible una vida digna para cada una de las personas que convivimos en este mundo y el reconocimiento de nuestras identidades no sólo individuales sino también grupales y culturales.
5. En el desarrollo de programas de educación en valores y de desarrollo moral conviene integrar acciones pedagógicas sobre los sentimientos morales diferenciando en las relaciones interpersonales aquellas actitudes relativas a nuestro comportamiento como agentes activos, pasivos o meramente observadores.
6. Proponemos recuperar el valor pedagógico del esfuerzo como medio pedagógico y no como fin, de forma que estemos mejor entrenados en el logro de los aprendizajes antes enunciados y seamos capaces de aceptar a lo largo de nuestras vidas aquellas contrariedades que sin duda surgirán al intentar hacer compatible el disfrute de nuestros derechos particulares con el de los demás, y el ejercicio de nuestra libertad con las limitaciones que tanto a nivel personal como colectivo supone la vida humana en colectividad y en situaciones de convivencialidad intercultural.
Referencias bibliográficas
CORTINA, A. (1997). Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía. Madrid: Alianza Editorial.
HOYOS VÁSQUEZ, G. (1995). Teoría comunicativa y educación para la democracia, en Revista Iberoamericana, núm. 7, pp. 65-92.
JONAS, H. (1995). El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica. Madrid, Herder.
MARTINEZ, M. y NOGUERA, E. (1999). La declaración universal de los derechos humanos. Compromisos y deberes, en Revista Española de Pedagogía, año LVI, núm. 211, septiembre-diciembre, pp. 483-510.
MARTINEZ, M. (2001) (3ªed.). El contrato moral del profesorado. Condiciones para una nueva escuela. Bilbao, Desclée de Brouwer.
RAWLS, J. (1993). Liberalismo político. Barcelona, Crítica, 1996.
TAYLOR, C. (1991). La ética de la autenticidad. Barcelona, Paidós, 1994.
THIEBAUT, C. (1992). Los límites de la comunidad: las críticas comunitaristas y neoaristotélicas al programa moderno. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales.
Notas
(1) Catedrático de Teoría de la Educación en la Facultad de Pedagogía y miembro del Grup de Recerca en Educació i Valors i Desenvolupament Moral (GREM) de la Universitat de Barcelona en España. Desde 1993 colabora en el Programa “Educación y Valores” de la OEI. Autor de diferentes publicaciones, entre otras, El contrato moral del profesorado. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2001 (3ª edición). Dirección electrónica: miquel@d5.ub.es.
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